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Joaquín Rábago

El discurso neoliberal, desenmascarado

Escuché recientemente en la radio a un profesor universitario y analista habitual de la actualidad aconsejar a nuestros políticos de izquierdas que dejasen a un lado su «ideología» en el Congreso. ¡Como si todo lo que hacen, dentro o fuera del Parlamento, los partidos, del signo que sean, no respondiera a su particular ideología!

Para la derecha - desde lo que eufemísticamente se califica de «centro derecha» hasta la ultraderecha-, «ideología» es sólo aquello que pone en cuestión el discurso neoliberal en el que llevamos tiempo alegremente inmersos como en un líquido amniótico y no lo que contribuye todos los días desde los centros educativos y los medios a reforzarlo.

Es decir, el consabido discurso de «no hay alternativa», frase atribuida a la ex primera ministra británica Margaret Thatcher, que quieren hacernos tragar como una «verdad revelada» y que nos anima a aceptar sin rechistar lo que hay: la libertad de mercado y de empresa, la redistribución de abajo arriba, el crecimiento de las desigualdades, la privatización de los servicios públicos: sanidad y educación incluidas, y tantas otras cosas.

De ahí la extraordinaria oportunidad de un libro como el que acaba de publicar el agudo filólogo y profesor de Clásicas de la Universidad Complutense Juan Luis Conde bajo el título Armónicos del cinismo: discurso, mito y poder en la era neoliberal (Editorial Reino de Cordelia).

De Conde conocíamos ya su monografía La lengua del Imperio, un estudio comparativo entre la propaganda imperial en la Roma antigua y en Estados Unidos, del que esta nueva obra, sin embargo, mucho más abarcadora, es en cierto modo continuación.

El lenguaje neoliberal, explica el autor, ha jugado desde el principio a confundirse con la modernidad, con el avance irrenunciable e inevitable al progreso, hacia un mundo en el que, como plantea el filósofo spinozista y economista francés Fréderic Lordon, «los siervos están felizmente acomodados a su situación».

Conde analiza en las cerca de ciento cincuenta páginas de su ensayo las formas de recepción y aceptación de un discurso, entre las que, como escribe, «hacen furor dos características que podrían considerarse auténticas patologías: el psitacismo (del griego psitttakós: papagayo) y el papanatismo», que contribuyen cada una a su manera a «forjar un auditorio alienado que “compra” alegremente el discurso neoliberal, tolerando y propagando así las formas de explotación y dominación actuales».

Como buen analista de los trucos retóricos, destripa el autor las estrategias discursivas del imperialismo y establece fascinantes paralelismos entre las utilizadas en su día por el imperio romano y las del norteamericano en nuestros tiempos. Distingue así claramente entre «hipocresía», es decir «el desajuste entre lo dicho y lo hecho, entre lo público y privado» y «cinismo» o «desajuste entre lo dicho y lo dicho».

Es decir, entre lo que dice por la mañana un político - llamémosle Donald Trump aunque hay mil ejemplos en todo el mundo, también entre nosotros- y lo que puede decir por la tarde ante el mismo u otro auditorio. Aquél no se sirve de la «cancamusa», palabra hoy casi en desuso pero que tanto gusta a Conde, para «dejar en evidencia la impotencia de las palabras frente al poder definitivo de las cosas».

Ambas estrategias están, sin embargo, estrechamente relacionadas y tienen mucho que ver con eso que conocemos popularmente como «doble rasero»: mensajes contradictorios son «emitidos sin vergüenza». La «retórica de los valores», por ejemplo, «sirve para hacer reproches a mis enemigos, la del interés, para venir en mi auxilio o en el de mis amigos. Los mismos hechos se definen de modo distinto según quien los cometa».

Muy ilustrativo es el capítulo del libro dedicado al «lenguaje neoliberal» en el terreno que le es más propio, el de la economía. Sus ideólogos, desde Friedrich von Hayek hasta Milton Friedman, sin olvidarnos de la escritora estadounidense de origen ruso Ayn Rand, tan influyente en su tiempo, han convertido esa ideología individualista y profundamente egoísta en una auténtica religión que tiene sus dogmas y no admite contradicciones.

Para asegurarse esa falta de alternativas discursivas, explica Conde, «el neoliberalismo se ha impuesto un férreo sistema de control del conocimiento». «En los últimos años, conforme gobiernos neoliberales en lo económico y cada vez más ultraderechistas en lo político toman el poder por todo el mundo, la actitud de sabotaje o ataque directo a los estudios de Humanidades, sus recursos y sus instituciones se ha hecho por desgracia más familiar».

Capítulo aparte merece el estupendo análisis que hace Conde del papel que desempeña el inglés en el discurso neoliberal: otra manera de control del pensamiento que aquél equipara al «sistema de franquicias». Se trata, dice, de construir un sistema piramidal del conocimiento universitario y, al mismo tiempo, de «una carrera de la periferia para imitar al centro (anglófono) y, de modo paralelo, de un esfuerzo del centro para ganar nuevos terrenos de imitación por parte de la periferia».

De esa manera, «el conocimiento se replica, se clonifica y los investigadores buscan y obtienen sus recompensas precisamente por esa clonificación», escribe el autor, quien recuerda que el gran salto cultural y científico no se produjo en la Edad Media, cuando todos los eruditos compartían el latín como lengua de comunicación, papel que desempeñaría ahora el inglés, sino precisamente en el Renacimiento, cuando los intelectuales rompieron con la lengua común y se refugiaron poco a poco en las vernáculas. Fue entonces cuando triunfaron la originalidad y creatividad.

Resulta muy interesante la comparación que hace Conde entre la utilización del latín, según nos cuenta el historiador Cornelio Tácito, en la conquista de Britania por el general Julio Agrícola, que no intentó imponer por la fuerza esa lengua, sino como parte de un sistema de «oportunidades de promoción», que, « engrasado con adulación encubría de hecho la sumisión», y lo que ocurre hoy con el inglés.

Como escribe Tácito: «Instruía a los hijos de sus líderes en estudios liberales y ponderaba los talentos de los britanos por encima de sus compatriotas galos, logrando así que quienes hasta hacía poco rechazaban la lengua de Roma suspiraran por dominarla (…) Poco a poco los britanos cedieron a la seducción de los vicios: tiendas y termas y fiestas elegantes. Y entre aquellos incautos se llamaba “civilización” a lo que no era sino parte de su esclavitud».

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