Mientras escribía estas líneas el país sufría una nueva convulsión, la enésima ya, por la Covid-19. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, comparecía ante las cámaras para hacer una nueva llamada, la enésima también, a la unidad, a la disciplina de los ciudadanos. Todos, políticos y sociedad civil, debemos combatir juntos para evitar contagios. La prevención debe imponerse a la vida social, ociosa o incluso familiar, venía a repetir.

A estas alturas de la crisis nadie pone en duda que Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias (CCAES), sea la voz oficial autorizada para abordar la pandemia. Es quizá el personaje público más omnipresente. Cualquiera diría –dada la dramática situación que vivimos- que el científico cuenta ahora con todos los resortes del Estado. Para evitar que el sistema sanitario colapse, la prioridad hoy es la lucha contra el virus y la salud pública, las políticas de prevención, deben ser protagonistas.

O quizás no tanto. Cualquiera diría que, a fuerza de repetir tanto que las medidas que se han venido tomando se basan en las recomendaciones de «los expertos», el CCAES debe contar con una legión de funcionarios. Una plantilla, desde luego, acorde con la cuarta economía de la Zona Euro. Pues no: sus empleados se contaban con los dedos de una mano hasta hace tan sólo unos meses cuando, por fin, el Gobierno se decidió a triplicarla y, claro, llegaron a 15.

Corea del Sur, con una demografía y peso económico similar a España y ejemplo mundial de eficacia en la lucha contra este coronavirus y antes contra el SARS o el MERS, cuenta con el KCDC donde miles –sí miles- de trabajadores, en condiciones laborales y salariales envidiables, se reparten en un enorme complejo de siete edificios. Algo parecido se podría decir, sin irnos tan lejos, de Alemania, cuyo Fernando Simón es, por cierto, doctor veterinario. Me refiero a Lothar Wieler, presidente del Instituto de virología alemán Robert Koch.

En nuestro país –en honor a la verdad- son las autonomías junto a institutos como el Carlos III, las que concentran las competencias en materia de Salud Pública, de prevención, en sentido amplio. Y la situación de estos servicios, lamentablemente, no es mucho mejor.

Ni a golpe de sustos

A falta de la añorada Agencia Estatal de Salud Pública o, desde la perspectiva autonómica y por lo que al colectivo de veterinarios de Salud Pública se refiere, de una ansiada Agencia de Seguridad Alimentaria, los servicios de prevención mejoran a golpe de sustos.

El brote de listeriosis del año pasado en Andalucía provocó más de 200 afectados, seis abortos y tres muertos pero movió y removió conciencias. El propio presidente en funciones del Gobierno, Pedro Sánchez, se reunió al poco de estallar la crisis con profesionales sanitarios para debatir el asunto. Días después, en el documento de 370 medidas propuesto para lograr un pacto de investidura, se incluía un compromiso en favor del enfoque One Health, ya consolidado a nivel internacional y promovido por la OIE, la FAO y la OMS.

La ministra de Sanidad, María Luisa Carcedo, anunció que ya se trabajaba en una revisión de los protocolos de listeria y en un nuevo decreto de vigilancia en Salud Pública. El presidente extremeño, Guillermo Fernández Vara -sin menoscabar la labor asistencial- dejó claro que «los profesionales que más saben de Salud Pública son los veterinarios» y reclamó por ello mayor atención para este colectivo.

La prioridad hoy es la lucha contra el virus y la salud pública debe ser protagonista

Pues lamento decirles que ni en esto parece que hayamos aprendido la lección. Efectivamente, a finales de 2018 la Conselleria de Sanitat valenciana reconoció que había de mejorar el sistema de alertas para atender crisis alimentarias o súbitos brotes de enfermedad y se decidió a protocolizar las guardias de veterinarios pero también de médicos, farmacéuticos y enfermeros, todos adscritos a la Dirección General de Salud Pública.

La remuneración entonces ofrecida –poco más de dos euros la hora- a estos profesionales sanitarios resultó, sin embargo, tan indigna que provocó el rechazo de todos los colegios representativos. Tras aquellas «históricas» protestas aquel borrador se dejó donde debía estar, en un cajón bien cerrado.

Llegado al momento presente, tras la crisis de la listerioris, de la Covid o también ahora de la Fiebre del Nilo –todas enfermedades zoonóticas de las que los veterinarios mejor conocemos- se vuelve a retomar el asunto sin solventar el principal escollo: a igual categoría profesional, estos sanitarios deberían cobrar por sus guardias como el resto del personal estatutario.

La prevención -en la que los veterinarios somos protagonistas en salud pública- está claro que no vende bien. La labor asistencial es más visible, más llamativa. Prevenir, sin embargo, es curar, y actuar en este plano evita problemas y ahorra recursos al erario.