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La última función

—Sí, sí, por supuesto que me acuerdo, ¿cómo no me voy a acordar?, si yo vivía justo enfrente de aquel teatro —cuenta Adelina Pujalte, antigua vecina de la plaza Ruperto Chapí—. Yo no llegué a entrar nunca, eso también se lo digo, porque era pequeña cuando lo cerraron por la pandemia y luego estuvo abandonado diez años, hasta que construyeron esas galerías comerciales que son una maravilla. Que no digo yo que el teatro no fuera también maravilloso, ni mucho menos, porque era muy antiguo y tenía una fachada preciosísima, que parecía una catedral de la época de los romanos, con sus columnas y sus floripondios, pero es que mantener un edificio así, cerrado tantos años, eso debía de costar un dineral. En fin, a lo que iba, que no quiero hacerle perder tiempo: aquella historia la recuerda bien la gente de mi edad, porque salió en muchos programas de televisión, en las revistas, en los periódicos y hasta en el telediario. La cosa fue que de la noche a la mañana cerraron el teatro por el virus aquel y luego ya estuvo abandonado, en ruinas, hasta que lo vendieron para hacer las galerías comerciales. Y, entonces, cuando iban a tirarlo fue cuando encontraron allí a aquellas dos personas y a dos niños, que no sé yo cómo no se murieron, porque eso debía de estar infectado de ratas y de cosas peores. Me acuerdo que eran dos actores, una chica y un chico, eso es, que se conoce que se quedaron encerrados en un camerino al terminar la última función y, como se fueron todos del teatro, los encontraron diez años después. ¡Vivos, fíjese! Esa misma mañana en que los rescataron los obreros estaba yo asomada al balcón y vi llegar los coches de policía, los bomberos, ambulancias, hasta el gobernador me parece que vino, o algún ministro, no estoy segura. Y sacaron a los dos pobrecitos aquellos envueltos en mantas de las que se utilizaban antes para los accidentes y los terremotos, como de papel de aluminio para los bocadillos. Y a unos niños también, me acuerdo perfectamente, porque habían tenido un montón de hijos, no sé si veinte o más. Pobres criaturitas. ¿Cómo pudieron vivir allí tantos años encerrados sin ir al cole? Mire, mire, ¿lo ve?, todavía se me pone la carne de gallina de acordarme. Es que aquello del confinamiento del año 20 fue una cosa terrible, pero terrible de verdad. Usted no puede hacerse una idea, porque seguramente ni habría nacido, con lo joven que se la ve.

—Sí, yo trabajé en el teatro hasta el último día que lo cerraron por el estado de alarma sanitaria —cuenta Vicente Verdú, antiguo acomodador—. Y claro que me acuerdo de aquella noche. Fue el sábado 14 del año 20. Se representó un Romeo y Julieta muy alternativo. Los actores iban con monos de trabajo y llevaban martillos, taladros eléctricos, destornilladores y cosas así, como si fueran espadas o alforjas, no sé, porque no entendí bien la simbología. A mí no me gustó, aunque eso ahora sea lo de menos. Unas horas antes de empezar la función ya sabíamos que iban a confinar al país entero y seguramente por eso vino poca gente al teatro. Estábamos todos muy preocupados porque moría gente en China y por allí. De los dos actores me acuerdo muy bien, porque luego estuve mucho tiempo viendo sus caras en la tele. Eran muy jóvenes y no lo hacían mal del todo, en mi modesta opinión de acomodador. Yo me quedaba siempre después de la función, porque entonces estaba soltero y esperaba a Bañuls hasta el final: lo acompañaba a echar el último vistazo para que no quedara alguna ventana abierta, ni luces encendidas, ni grifos sin cerrar. Además, nos dijeron que íbamos a cerrar para quince días, claro, y había que tener cuidado de dejarlo todo bien. Y al final, fíjese, fue un cierre definitivo. Así que ya le digo yo rotundamente que es imposible que aquellos dos se quedaran encerrados por accidente en un camerino, pues los revisamos uno por uno y apagamos todas las luces, porque los actores suelen dejarlas encendidas. Se nota que no pagan ellos las facturas. Aquellos dos se debieron de esconder por lo que sea y estuvieron diez años allí metidos. No sé, puede que no se enteraran de que se había terminado el confinamiento. Claro, si no tenían radio, ni tele, ni móviles, ¿cómo iban a saberlo? Pero yo solo cuento lo que sé con certeza. Las suposiciones se las dejo a los expertos y los tertulianos, que para eso son tan listos y además cobran por su trabajo.

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—Por aquella época, en efecto, yo era agente de la Policía recién ingresado en el Cuerpo, y precisamente el día de los hechos que menciona me encontraba de servicio activo —cuenta el excomisario José María Castillejo—. Nos informaron por radio de un código 37 y nos personamos en el edificio inminentemente. Aquel teatro no llegué a conocerlo abierto personalmente, porque lo cerraron cuando se produjo el confinamiento poblacional de 2020, y ya quedó clausurado definitivamente por falta de actividad, construyéndose años después las galerías comerciales que persisten en la actualidad. Cuando me destinaron a la ciudad, el teatro ya se encontraba en inminente ruina. Como le iba diciendo, nos personamos en el lugar de los hechos y encontramos una escena dantesca, además de escalofriante. Los obreros de la empresa de derribos, al entrar en las dependencias del edificio para proceder a la demolición del mismo, hallaron a dos niños, un varón y una hembra, jugando en el patio de butacas, en el cual ya no quedaba ninguna, como después constatamos in situ mi compañero y yo mismo. Entonces, sorprendidos por tal descubrimiento inesperado, los obreros procedieron a alertar a las fuerzas de seguridad, es decir, a nosotros. En un primer momento barajamos la posibilidad probable de que se tratase de niños de aquel barrio o de barrios aledaños que se hubieran introducido voluntariamente por alguna ventana rota o forzada y estuvieran jugando, como era propio de su edad. Sin embargo, inminentemente descartamos que así fuera, por la constatación de que los niños empezaron a hablarnos de forma muy rara a la vez que extraña, y se les veía asustadizos y temerosos, como si nunca hubieran visto a un a un agente de policía. Daban grandes voces y decían no sé qué sobre Dinamarca y un rey, no entendiéndose casi nada, por lo que dedujimos que podría tratarse de extranjeros, por ser esta una ciudad inminentemente turística. No obstante, al proceder a la inspección ocular del edificio, hallamos a un caballero y una señora, de edad indeterminada pero no niños, a los que sorprendimos in fraganti en la tarea de lavar y tender la colada en las bambalinas del teatro. Al percatarse de nuestra presencia, emprendieron la huida, refugiándose en una platea, de donde tuvimos que sacarlos por la fuerza, aunque sin violencia. Se hallaban demacrados, extremadamente delgados y con ausencia de algunas piezas dentales. Acudieron al lugar ambulancias, miembros del Cuerpo de Bomberos y el concejal de Turismo acompañado de la concejala de Festejos, responsable del edificio del teatro desde que desapareció inminentemente la concejalía de Cultura por falta de uso y atribuciones principalmente. Enseguida se atestó aquello de curiosos y periodistas, a quienes alguien debió de avisar ante la insolencia de los hechos.

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—A mí me avisó un novio bombero que tenía yo entonces, guapísimo, altísimo; vamos, muy bombero —cuenta Jennifer Iborra, antigua redactora de la revista Milenium—. Me acuerdo que me dijo: Vente al teatro, tía, que vas a flipar en colores. Y yo le dije ¿Qué teatro, tío?, si hace por lo menos diez años que no hay teatros. Y él me dijo que al viejo, al de las columnas griegas aquellas, o salomónicas, ya no me acuerdo. Así que me fui para allá y lo primero que pensé al llegar fue que todos los bomberos debían de tener novias periodistas, porque aquello estaba lleno de excompañeras de cuando yo trabajaba en La Verdad de la Información, que presumía de ser prensa seria y formal, pero de formal no tenía ni esto, que a mí me despidieron por las faltas de ortografía cuando ya nadie le daba importancia a esas tonterías, como luego se ha visto. Bueno, a lo que iba: cuando llegué al teatro fue flipante. Me encontré de repente a aquellos dos tarados que aparecieron cuando iban a tirar el edificio. Diez años allí encerrados, menudo notición. Entonces, preguntando a este y al otro, me fui enterando de que eran dos actores de la última función del año 20, justo cuando confinaron a todo el país por el virus aquel. No me lo podía creer. Y lo más sorprendente fue que habían tenido dos hijos, un chico y una chica, mellizos, muy gores y muy góticos los pobrecitos, que daba cosa de verlos tan pálidos y desnutriditos. Los dos actores habían criado a los nenes a la manera tradicional, les habían enseñado a leer, escribir y no sé cuántas cosas más. Aquellos chiquillos eran la caña. Hablaban en verso, ¿te lo puedes creer?, con rima consonante, además, que según explicaron los psiquiatras es más difícil que la asonante. Decían cosas como Algo huele a podrido en Dinamarca. Alucinante. Se sabían Shakespeare de memoria. Por ejemplo, la niña decía Ojos mirad por última vez; brazos, dad vuestro último abrazo. Y el niño respondía Y labios, que sois puertas de aliento, sellad con un último beso. Vamos, se notaba mucho la influencia de los padres. Para mí, aquella fue la época dorada de mi profesión, porque escribí artículos como churros para Milenium y para un montón de periódicos y revistas de moda, de caza, de automoción. Cada día escribía dos o tres y me los compraban todos. Lo que pasa es que para no repetirme tenía que adornar un pelín la historia y debo reconocer, aquí entre colegas, que al final se me fue un poco de las manos. Pero es que había que aprovechar el filón, que una no se encontraba historias como aquella todos los días.

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—Los conocía bien a los dos, claro que sí —cuenta Juan Luis Mayorga, exdirector teatral—. Trabajé con ellos en varios montajes de Shakespeare. Se llamaban Romualdo y Julia. Se puede decir que fueron de los últimos actores de teatro de verdad que hubo en este país, porque lo que vino después de la crisis sanitaria ya no se puede llamar teatro, por mucho que se empeñen algunos. Eso de Lope de Vega en streaming en las tablets y en los móviles es otra cosa. En realidad, lo que más se parece al teatro de antes son las estatuas vivientes que se ven en algunas ciudades. Y los gorrillas, que son como los antiguos trovadores pero sin frase. Lo que estaba diciendo es que sí, que los conocía bien, y al principio estuve preocupado por su desaparición. Me acuerdo que aquella noche de la última función estábamos todos muy inquietos porque no sabíamos qué iba a pasar con el confinamiento. Había mucha incertidumbre. Cuando llegamos al hotel, íbamos todos cabizbajos. Yo fui el único que se dio cuenta que faltaban Romualdo y Julia. Pero no le di importancia porque sabía que tenían un rollete. En realidad era más que un rollete: un idilio. Se amaban como jamás he visto amarse a nadie. Su historia era muy triste. Las familias de ambos se oponían a aquella relación porque los abuelos habían sido alcaldes en la misma ciudad, pero uno republicano y el otro franquista. Antes se daban estas incompatibilidades en algunas familias. Así que al echarlos en falta supuse que se habrían rezagado para estar juntos y amarse sin testigos. Al día siguiente, al ver que no aparecían, puse una denuncia en una comisaría que se me olvidó firmar con las prisas. Es que tuvimos que volver a casa por el estado de alarma sanitaria y estuvimos confinados un par de meses, me parece. No es que me olvidara de ellos, sino que pensé que la policía los habría encontrado o que habrían regresado por su cuenta. Lo último que se me podía pasar por la cabeza era que hubieran decidido quedarse en el teatro para pasar juntos el resto de sus vidas. Porque eso fue exactamente lo que pasó. Todo lo que se escribió y se dijo de aquella historia fueron patrañas: que si se habían quedado encerrados en un camerino accidentalmente; que si él la había secuestrado y ella sufrió el síndrome de Estocolmo; que si habían bebido absenta en mal estado y estuvieron años en coma. Todo falso.

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—Me acuerdo que a mi abuelo durante años le dio por decir que en aquel teatro abandonado había fantasmas —cuenta Adelina Pujalte, antigua vecina de la plaza Ruperto Chapí—. Y, naturalmente, nunca le hicimos caso. Es que a mi abuelo se le aceleró mucho la demencia con el confinamiento. Me decía Adelina, hija, hay que llamar al Ayuntamiento porque hay fantasmas en el teatro. Se conoce que veía sombras o luces por las ventanas. En mi casa le seguíamos la corriente. Y mira por dónde, al cabo de diez años se aclaró el misterio de los fantasmas. Para entonces mi abuelo ya había fallecido y, pues sí, me dio por llorar cuando vi a aquellos dos infelices con los chiquitos subiendo a las ambulancias. Luego nos fuimos enterando de los detalles. Por ejemplo, nos enteramos de que se habían alimentado de las butacas del teatro, porque allí, por supuesto, no tenían comida ni nada. También contaron en algunas revistas que se iban comiendo a sus propios hijos conforme iban naciendo, como la parábola aquella de la Biblia donde Saturno devoraba a sus hijos. Yo eso, la verdad, nunca terminé de creérmelo. ¿Cómo se iban a comer a los hijos recién nacidos? Y, además, crudos. Habría que ser un monstruo para hacer algo así. Bueno, dos monstruos, porque digo yo que los dos comerían; no iba a estar uno comiendo y la otra mirando. Ahora ya, eso de que eran criminales con identidad falsa podría ser verdad. Dijeron que habían matado al director de la compañía de teatro porque no quería darles los papeles de protagonistas. Y, para que no los metieran en la cárcel, se escondieron en el teatro. Eso es ya más creíble. Yo pienso, y esto son suposiciones mías, que el Gobierno sabía la verdad y quiso taparla, porque con lo del virus y la pandemia querían que pensáramos que todo estaba bien y aquí no pasaba nada. Les interesaba más que la gente hablara de fútbol y cosas bonitas, y no de muertes y asesinatos, porque eso deprime un poquito. Era la forma de tener anestesiado al país. Pero yo pienso que habría sido mejor contar la verdad desde el principio. Vamos, esa es mi opinión.

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—A mí me lo dijo mi mujer, que lo había oído en la radio ese mediodía —cuenta Vicente Verdú, antiguo acomodador—. Y luego ya lo vi por la noche en la tele, porque salió en todas las cadenas. Lo primero que pensé fue que era mentira, que se lo habían inventado los periodistas. Ya sabe, estas historias suben la audiencia. Entonces llamé a Bañuls, mi antiguo compañero del teatro, que llevaba diez años como reponedor de yogures, en el trabajo tuvo más suerte que yo, y me confirmó que sí, que era verdad, que se habían quedado dos actores encerrados en el teatro después de la última función del año 20. Él lo sabía cierto porque lo habían llamado desde la Concejalía de Asuntos de no sé qué por si sabía algo. Tenga en cuenta que Bañuls era el máximo responsable de cerrar el teatro cada noche. Estaba muy preocupado porque temía que le echaran a él la culpa de todo por negligencia y colaboración necesaria para delinquir. Ya se sabe que, para lavarse las manos, los que mandan son como Poncio Pilatos, que se las lavan a conciencia, hasta con hidrogel se las lavaban en el año 20, figúrese. Yo al principio le dije que no se preocupara, que aquello había prescrito, seguro. Pero luego es verdad que también empecé a preocuparme, porque mi mujer me dijo que fuera con ojo, que ciertas personas siempre están buscando a alguien a quien quemar en la hoguera, aunque sea en las fiestas y de chufla, y a lo mejor me dejaban sin pensión. Así que me metió el miedo en el cuerpo y me busqué un abogado criminalista que me cobró un dineral por la primera consulta. Luego no me hizo falta abogado, esa es la verdad, porque todo el mundo estaba encantado con la noticia y querían sacarle partido. Menos mal, porque ya me veía empeñando la casa para pagar al picapleitos aquel. A mí me llamaron de un periódico o dos para contar lo que sabía. Les pregunté cuánto me iban a pagar por mis declaraciones y me contestaron que aquello era gratis y que me conformara con que mencionaran mi nombre en la revista, porque así iba a ser famoso en mi bloque de vecinos. Y les dije que no, que yo gratis no hablaba. Total que escribieron un montón de cosas como si las hubiera dicho yo. Todas inventadas, claro. Publicaron que yo había visto a aquellos dos actores hacer ritos satánicos en el camerino; que el chico me había confesado, entre rito y rito, que estuvo en la cárcel seis años por robar ropa interior femenina en unos grandes almacenes; que la chica era monarquinómana y había tenido amoríos sexuales con el antiguo rey antes de que abdicara. En fin, cosas así. Mi mujer me dijo que pusiera una querella para que me indemnizaran por prevaricación, pero Bañuls me hizo ver que la indemnización iba a ser menor que la primera consulta del abogado, así que lo dejé pasar. Ahora me arrepiento, esa es la verdad, porque con esta pensión que me ha quedado me las veo y me las deseo para llegar a final de mes.

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—Una vez que precintamos el edificio por si la Policía Judicial precisaba recabar datos in situ, procedimos inminentemente al traslado de los adultos y de los menores a un hospital —cuenta el excomisario José María Castillejo—. Allí se les efectuó el examen médico pertinente y se les tomó la filiación. Yo estuve presente en parte del procedimiento, aunque no en todo, debido a los problemas subsiguientes que se generaron. Lo que vengo a decir es que a raíz de aquel hallazgo humano se generó un conflicto de incalculables consecuencias, puesto que la empresa que había adquirido el inmueble decidió denunciar a aquellos dos presuntos delincuentes por ocupación ilegal y, por consiguiente, entró en juego la abogacía y la judicatura. Aunque no hubo condena, un juez decretó el quebramiento de la patria potestad de los dos descendientes ilegítimos de aquella pareja, que pasaron con inminencia a quedar bajo la tutela de la consejería correspondiente para asuntos de menores, previo paso por varios pisquiátricos. Pero ese no fue el final del procedimiento, ni mucho menos, pues los partidos políticos de la oposición se querellaron contra el Gobierno por dejación de sus funciones debido a que diez años antes habían procedido a desconfinar a un país en su totalidad sin tomar las medidas que deberían ser obligatorias, como quedó argumentado convenientemente en sede judicial. A saber: no habían advertido con suficiente contundencia y eficacia a la población a nivel estatal y autonómico de que el confinamiento se había levantado de forma inminente, por lo cual hubo personas, como los susodichos del teatro, que no llegaron a conocer la noticia del estado de nueva normalidad. Aquel proceso judicial se prolongó a lo largo de los años venideros, no sé si cuatro o cinco, hasta el sobreseimiento de la causa, que se produjo finalmente más por aburrición judicial que por quedar demostrado que el Gobierno había actuado conforme a la legalidad constitucional, como parece ser que no hizo, presuntamente.

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—Aquella resultó una familia modélica —cuenta Jennifer Iborra, antigua redactora de la revista Milenium—. Muchos ministros y consejeros de educación deberían haber aprendido de ellos. Montaron en el propio escenario una especie de colegio privado-no-concertado, sin ayudas ni subvenciones, por supuesto, y el patio de butacas lo convirtieron en el recreo y en pistas deportivas. Por eso no había butacas cuando entraron los del derribo. Organizaban competiciones de baloncesto, pádel y cosas así, e inventaron el fútbol sala-de-teatro. Aquella historia de que se alimentaban de las butacas era mentira. Me la inventé yo cuando no sabía qué más contar. Ahora me da igual que se sepa. Y lo de que comían a sus propios hijos, también. Bueno, a lo mejor ahí me pasé un pelín. En realidad se alimentaban de palomas y de algunas golondrinas y gorriones comunes. Es que en el piso superior quedó una ventana mal cerrada, seguramente por las prisas del confinamiento que se echaba encima, y por allí se colaban cientos de palomas. Miles, si tenemos en cuenta que fueron diez años. Y, claro, las palomas anidaban a sus anchas y ponían huevos. Así que estuvieron comiendo palomas y huevos todo el tiempo. Al principio parece ser que las cocinaban, porque hacían fuego con las butacas, hasta que no quedó ninguna. Y luego, por lo que me contaron por teléfono, se las comían crudas. Se me revuelve el estómago solo de pensarlo. Yo pienso que aquel asunto se nos fue a todos un poquitín de las manos. Se llegó a crear una plataforma cívica que los propuso como candidatos a ministra y secretario de Estado de Okupaciones de Inmuebles Abandonados, un ministerio de nueva creación que pretendía cubrir el hueco que dejó el desaparecido Ministerio de Cultura, que ya no tenía sentido después de la pandemia, porque apenas quedaron actividades culturales, excepto las fiestas de algunos pueblos y los burdeles de carretera, que ofrecían variedades, pero eso lo prohibió Sanidad por no sé qué motivo. Fue tremenda la repercusión: aquellos dos estuvieron saliendo dos o tres años en todos los programas del corazón, de viajes, de deportes extremos, de cocina, de yoga. Fueron presentadores de una temporada de Españoles Encerrados por el Mundo, que sustituyó al mítico Informe Semanal. Luego ya les perdí un poco la pista porque alguien me acusó de falta de rigor periodístico y no me quisieron comprar más artículos. Entonces fue cuando me metí en lo del canal aquel que se hizo tan famoso, sobre los mejores menús baratos de los bares de toda la vida. Eso fue un filón, hasta que la profesión de influencer entró en crisis por culpa del intrusismo y porque el Gobierno se empeñó en que teníamos que darnos de alta como autónomos. Hasta ahí podíamos llegar. ¿Es que nos hemos vuelto todos locos?

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—La razón de que en la compañía teatral no los echara nadie de menos es por el individualismo endémico de esta profesión —cuenta Juan Luis Mayorga, exdirector teatral—. Antes de desaparecer el teatro, cuando trabajábamos juntos, todos nos pasábamos los teléfonos, nos decíamos lo maravillosos que éramos, quedábamos a cenar o a tomar una copa de vez en cuando. Pero cuando se acababa el proyecto cada uno se iba por su lado y se olvidaba de los otros. Eso creo que fue lo que pasó. Después de la última función todos se olvidaron de todos. Y sí, me siento un poco culpable, aunque yo intenté retomar la relación. Intenté contactar con Romualdo y Julia, pero tardé un par de años, porque su representante no les pasaba mis llamadas. Yo los veía en la tele a todas horas. Creo que ganaron mucho dinero. Estuvieron en un programa de cocina para celebridades que era muy popular por entonces. Se mantuvo varias décadas en antena y lo llegaron a poner tres veces al día, de lunes a domingo. En mi opinión, al final resultaba un poquito empachoso, nunca mejor dicho. Me acuerdo que Romualdo y Julia quedaron ganadores de la edición trescientos y pico. Yo vi la final en directo. Cocinaron unas palomas en pepitoria que dejaron al jurado sin habla. Sí, seguro que ganaron mucha pasta. Luego, por lo que supe, dejaron de llamarlos de las cadenas, porque se pasó la moda de los reality, y terminaron en un sanatorio mental. Los niños también, pero en un psiquiátrico infantil y juvenil, porque el juez los separó de sus padres por alguna razón que desconozco. Yo fui a visitar a los mellizos solo una vez, por curiosidad principalmente. Me dieron mucha penita. A primera vista parecían normales, pero en cuanto cruzabas unas palabras con ellos te dabas cuenta de que no eran como los demás niños. Hablaban en verso todo el tiempo y decían cosas muy elevadas para su edad, con una dicción y vocalización perfectas. Sin embargo, eran frases inconexas, absurdas, carentes de sentido. Tiempo después se metieron en política, porque apuntaban maneras, pero yo no los voté. Es que me acordaba de aquella única visita que les hice y me daba un poco de grima. Me acuerdo que era verano y llevaban unas camisetas muy monas de tirantes. Y en los hombros les estaban creciendo como plumas. Eso me dio muy mal rollo. Alguien me contó luego que aquello era por el tipo de alimentación que habían tenido en la infancia. Y yo, para ser sincero, jamás votaría a alguien que no se alimentara bien. Por suerte, esto no es Estados Unidos. Al menos, por ahora.

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